LOS ASESINOS DE ETA SÓLO REPRESENTAN AL 8 % DE LOS VASCOS O AL 0'4 % DEL TOTAL DE LOS ESPAÑOLES

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Sección de "LA VOZ DEL PUEBLO" - "LA VERDAD SOBRE E.T.A." utilizada exclusivamente por:

ARMANDO BLANCO


Ven y cuéntalo


VEN Y CUÉNTALO

(28/07/01) 

    Después de pasar tres años en la Academia General Básica de Suboficiales, llegó la hora de solicitar destino. Solicité con carácter voluntario un destino en las Vascongadas. El II Grupo del Regimiento de Artillería de Campaña nº 25, sito en el término de Munguía (Vizcaya), podría muy bien haber seguido sin mí, pero hacia allí se encaminaron mis pasos en agosto de 1981.

    Por aquel entonces el régimen de atentados de ETA con resultado de muerte era casi diario. Cuando me presenté al Jefe del II Grupo, hacía poco que acababan de asesinar al Teniente Coronel Ramón Romero Rotaeche. La mayor parte de las víctimas, salvo “errores”, eran gente de uniforme; todavía no les había dado por matar políticos ni periodistas, por lo que, después de cada muerte, no había manifestaciones ni tampoco voluntad seria de acabar con el problema terrorista, ya que, al fin y al cabo, se trataba de ciudadanos de "tercera" categoría: Militares, guardias y policías, “que para eso les pagan”.

    Tuve que poner en práctica, sobre la marcha, técnicas de autoprotección, que en la Academia Militar me habían enseñado someramente. Salía muy poco al principio, haciendo mucha vida de cuartel, pero poco a poco fui perdiendo el miedo. Por Munguía era impensable para nosotros salir, debido a que podíamos ser fácilmente localizados en una población pequeña; así que la mayoría de las veces me iba a Bilbao. En contrapartida al sol y a la alegría de mi Andalucía natal, Bilbao me pareció una ciudad algo triste y gris, nada más pisar sus húmedas calles.

    A los tres meses de llegar allí, habiendo perdido el recelo inicial, mi compañero, el Sargento G, y yo decidimos alquilar en Basurto un piso. Fuimos de los pocos que nos abrimos al exterior, ya que el resto del personal vivía, en su mayoría, recluido en la residencia militar. Nunca fuimos conscientes del gran peligro que corríamos, sólo ahora me doy cuenta de que, por mucho que intentáramos ir de incógnito, la vecindad circundante sabía perfectamente quiénes éramos y a qué nos dedicábamos.

    Por aquellos días me compré mi primer arma, un revólver calibre 38 especial de 4 pulgadas. JZ, el armero que me lo vendió, era un auténtico vasco y a la vez español -que lo uno no quita lo otro-, y me aconsejó este tipo de arma por su gran calibre y poder de parada. Los pequeños calibres, aunque hagan blanco, no impiden que el objetivo sobre el que se ha hecho fuego finalice la agresión emprendida contra nuestra persona.

    Además de las obligaciones propias de mi empleo, instruía y me instruía en el manejo de material de artillería de campaña, como jefe de pieza (Obús de 105/26 Naval Reinosa), en la 1ª Batería del II Grupo. Además, al estar en posesión del título de artificiero, se me asignaban periódicamente servicios especiales de desactivación y/o destrucción de artefactos explosivos que solían aparecer con gran frecuencia  en zonas rurales o incluso en la periferia de Bilbao, ya que este sector tuvo una gran concentración de fuego artillero y de aviación durante la Guerra de 1936-39.

    El desplazamiento diario de ida y vuelta desde Bilbao hasta el acuartelamiento de Soietxe se hacía en un autobús militar pintado de verde con matrícula ET (Ejército de Tierra), y obedecía invariablemente a tres únicos itinerarios impuestos por el mando y elegidos de forma aleatoria.    

    Durante mi estancia en Vizcaya, y para minimizar mi aprensión, trataba de convencerme a mí mismo de que mi existencia era ajena a todo aquello, que contra mí no podían tener nada, de la misma manera que yo no tenía nada contra ellos, pero me equivocaba.

    Aquella mañana de verano siempre la tendré presente y no creo que la olvide jamás. Por ser  el mes de julio, la mitad del personal se encontraba de permiso disfrutando las vacaciones de verano, motivo por el que el autobús iba relativamente vacío.

    Cinco minutos antes de las ocho de la mañana subí a aquel ataúd verde. El mando no quería ni oír hablar de camuflajes, ni de matrículas falsas ni de nada por el estilo. El que tenía que decidirlo se sentaba cada mañana cómodamente en un despacho en Burgos o en Madrid.

    Me gustaba viajar en los asientos de delante, pero aquella mañana, cuando me subí al vehículo en Basurto, el Brigada M, que viajaba en la parte trasera me invitó a sentarme con él para charlar un rato. Aquel cambio de sitio me salvó la vida.

    Para ese día se eligió el itinerario principal. También se establecía un horario aleatorio de llegadas y salidas del cuartel, pero sólo fluctuaba en un estrecho margen horario.

    Como de ordinario, había amanecido un día plomizo con nubes bajas y una molesta llovizna que, mezclada con el barro de la carretera, ensuciaba los cristales del transporte.

    Al pasar por Sondika recuerdo que mantenía una amena conversación con M; éste, como buen gallego, era una excelente compañía y un gran compañero. Al llegar a Derio, antes de girar a la izquierda hacia Munguía por la BI-631,  miré hacia atrás a través de los embarrados cristales del autobús. El vehículo de escolta, un Jeep Viasa, se había alejado de nosotros algo más de lo normal. Una vez entramos en la carretera de Munguía, otro coche se cruzó en el camino del jeep de escolta, al mando de R, Sargento algo menos bisoño que yo. Súbitamente los cristales del vehículo estallaron al unísono. Instintivamente me vi arrojado cuerpo a tierra sobre el suelo del pasillo. Multitud de proyectiles atravesaban la carrocería como si fuera mantequilla. Mis manos y mi camisa estaban empapadas de sangre. Junto a mi cara, en el suelo, la cara del Capitán H, al que le brotaba un caño de sangre de un agujero en la cabeza, y al que creí agonizante. Más adelante, sentado en el suelo, el Teniente L trataba de taparse con las manos el trozo de cara que le faltaba, y del que igualmente manaban chorros de sangre a borbotones. Pensé también en mí, y pensé lo peor, pues hay ciertas heridas de proyectil que cuando se producen no son dolorosas ni se notan hasta bien pasado un tiempo. Afortunadamente para mí toda aquella sangre en mi uniforme no era mía. El conductor del autobús, un soldado de reemplazo, estaba petrificado, pero había tenido el acierto de abrir las puertas del vehículo. M y yo, que estábamos ilesos, reptamos hasta la puerta de atrás, y con el arma en la mano salimos a la carretera. En cuanto nos vieron tomar la iniciativa, nuestros atacantes cesaron el fuego abandonando su asentamiento para huir por su vía de escape con un coche que habían robado aquella mañana a punta de pistola.

    Durante la persecución, R, el sargento de la escolta, se unió a M y a mí. Cuando volvimos al lugar del atentado el espectáculo seguía siendo dantesco. Afortunadamente no había ningún muerto, tan sólo dos heridos de cierta gravedad y algunos contusos leves.

    El lugar que yo habitualmente ocupaba en el autobús, en la parte delantera, estaba literalmente como un colador. Está claro que la mañana del 22 de Julio de 1982 consta ya en mi agenda como el día que volví a nacer.

    Los autobuses pintados de verde y con la matrícula ET continuaron prestando servicio de transporte, y poco tiempo después, el 7 de Diciembre de 1984, se repitió un atentado contra el mismo transporte, de resultas del cual murieron asesinados el Teniente de Infantería Juan Enríquez Criado, el Subteniente Javier Fernández Lajusticia y el cocinero civil del acuartelamiento Manuel Asensio Pereda, nuestro entrañable "Morrosko".

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