ABRIL
Aún lo recuerdo... El intenso chaparrón estival apagaba las últimas
llamas del incendio.
Dos horas antes, el viejo bosque de robles y hayas había sido un infierno
de calor abrasador, humo y tremendos chisporroteos que asustaban y al mismo
tiempo entristecían, igual que aterran y angustian los gritos del inmolado.
Cientos de años necesitó la imponente y noble espesura vegetal para
transformarse en el acogedor bosque que siempre fue, hasta que se encendió
la llama criminal que lo hirió de muerte.
Ahora el suelo era una siniestra alfombra de negras cenizas mojadas, y la
atmósfera aparecía, entre esporádicas y volubles columnas de humo,
invisiblemente saturada de intenso y desagradable olor a quemado.
Lo que antes había sido una explosión de infinitas formas de vida, se
había transformado ahora en un triste cementerio, en un mausoleo azabache de perpetua
desolación sobre el que caía una lluvia cada vez más fina que poco a poco
iba perdiendo su intensidad. Me acerqué a uno de los árboles más castigados,
y sus ramas retorcidas parecían mirarme pidiéndome una ayuda imposible,
mientras su tronco carbonizado permanecía enhiesto y orgulloso después de
haberse enfrentado valientemente a su peor y más cruel enemigo. El bosque se
había convertido en la viva imagen de la desolación y me fui con el dolor
cierto del que pierde algo querido.
Sólo habían pasado unos meses cuando volví, y el bosque aún estaba
ennegrecido. Muy cerca de aquel árbol arrogante, que bien recordaba, me
encontré un lugareño. Al verme me saludó, aunque sin abandonar su
parsimoniosa recogida de perrechicos. “Se quemó”, dijo sin apenas mirarme, “pero ya está
resucitando”, y apuntó con su bastón hacia los brotes verdes que pugnaban por
salir entre la negruzca corteza de las ramas. Miré hacia arriba y sonreí.
Ahí estaba de nuevo la vida.
Otro abril, fiel súbdito de la naturaleza más indómita, volvía como cada
año repartiendo la fuerza de su bondad y el vigor de lo eterno.
Seguiría habiendo bosque.
Angelberto, 12/04/07 |